qué aquel día amanecía dos veces...
La palabra estalló en el aire como una bengala..., y todos los árboles quisieron ser frutales y los pájaros decidieron enamorarse antes de que llegara la noche...
Hacía siglos que el mundo no había estado tan de fiesta: los lirios empezaron a parecerse a las trompetas y aquella palabra
comenzó a circular de mano en mano, bella como una muchacha enamorada...
Los hombres husmeaban un universo recién descubierto y a todos les parecía imposible pero pensaban que, aun como sueño, era ya suficientemente hermoso...
Hasta entonces los hombres se habían inventado dioses tan aburridos como ellos..., serios y solemnes faraones..., atrapamoscas con sus tridentes de opereta...; dioses que enarbolan el relámpago cuando los hombres encendían una cerilla en sábado..., o que reñían como colegiales por un quítame allá ese incienso...; dioses egoístas que imponían mandamientos de amar sin molestarse en cumplirlos... Vanidosos como cantantes de ópera..., pavos reales de su propia gloria a quienes había que engatusar con becerros bien cebados...
Y he aquí que, de pronto, el fabricante de tormentas bajaba (¿bajaba?) a ser Padre..., se unía al carro del amor..., y se sentaba sobre la pradera a comer con nosotros el pan...
Era un nuevo Dios bastante poco excelentísimo..., que no desentonaba en las tabernas..., y ante quien sólo era necesario descalzar el alma... Aquel día los hombres empezaron a ser felices porque dejaron de buscar la felicidad como quien excava una mina...
No eran felices porque fueran felices..., sino porque amaban y eran amados..., porque su corazón tenía una casa..., y su Dios, las manos calientes...
José Luis Martín Descalzo
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